4.1.06

AGUA Y BRISA (II)


A través del tiempo redimido para nuestros quehaceres, escucha el silencio de los tuyos, atraviesa las paredes de adobe y sueña otro mundo…

Apo recoge el ramaje seco, y se apoya sobre el poyete de la entrada a la kasbah. El sol comienza a alzarse sobre las dunas y retuerce su júbilo contra la piel de la muchacha. Apo juguetea con los pies y hace chocar sus balghas amarillas cubiertas de barro seco. Un chasquido leve rompe el silencio en el que la niña ha sumergido su tela de araña durante unos minutos y se gira para observar a su padre que aparece tras la puerta con gesto vago rozando el cabello de Apo, con los dedos colmados le regala una mirada, aquélla que sólo a ella le dedica en esa mañana precoz de Mayo. Yusuf se acuclilla sobre las piernas de Apo y le susurra al oído algo que, entre risotadas y aspavientos, la niña celebra retorciéndose en la arena, rebozándose como un animal que halla cobijo en un juego primitivo e inocente.
Yusuf se incorpora y admira la aldea sobre la que los mercaderes han comenzado a instalar sus puestos. Entre las frutas, semillas y toda clase de especias, surgen las antenas parabólicas como plantaciones de tecnología al servicio de la nada. Yusuf se refugia del sol bajo el techo de la Kasbah, construida de tierra, paja y agua para formar los bloques de adobe con los que se levantan las gruesas paredes y los tallos de bambú dispuestos entre troncos de sabina formando el techo que le refugia del calor acuciante de las primeras horas del día. Tras el telón de aquélla estampa ensordecedora de gentes que van y vienen con carros tirados por animales, de negociantes que regatean la compra y mujeres que se llevan las manos a la cadera para no perder el equilibrio, Apo se agarra a la jalaba de Yusuf que acuna la cabeza de la niña posando su áspera mano sobre la cálida mejilla de la muchacha. A través de las cañas, Yusuf observa el trajín de los años que quedan para alejarse algún día de aquel enjambre de hombres y mujeres que nada tienen y a ningún lado van, asumiendo lo imposible que resulta de concebir tal deseo a esas alturas. Para Yusuf abandonar todo aquello que le rodea, jaula de hombres fingiendo ser libres, sería abandonarse a sí mismo, y prefiere la angustia del que sabe que existe algo mejor e inalcanzable, al abandono terrible de la soledad que le ofrece una vida inexplorada fuera del hogar que construyó, fuera del calor de la mujer que le hace vencerse en el lecho, fuera de los ojos de Apo. Alberga sin embargo el temor de las noches frías, el de los largos paseos en busca del trueque. El que da a su familia el alimento cotidiano del hombre autosuficiente que amasa el hambre con las mismas manos con que se alimenta la pobreza. Y en el horno de barro, como todos los días por los siglos de los siglos, cuece el pan que ofrece a cambio de fruta y monedas con que pueda comprar un pedazo de nada y otro poco de algo. Nada más. Nada más puede ofrecer un hombre que no tiene nada, que nada espera y nada sueña. Sólo unos ojos que ahora se pierden en el abismo de M´Gouna, donde las personas caen sumidas en el traqueteo moribundo del devenir de sus días y se adentran en un camino que lleva a la muerte como a la vida trae al que se resiste a tomarlo.
Apo feliz, Apo en colores. Se refleja en la sombra que proyecta la ventana en el interior de la kasbah y un rayo, que también se ha colado, choca frenéticamente contra la tinaja que contiene la harina y se estrella un arco iris de formas y dibujos contra la pared de la estancia. Apo en colores, saboreando el té a la menta que Lahcen prepara en la sobremesa, mientras Yusuf remienda con sus manos la masa de pan y dispone en el horno el fuego con que calienta su amor por aquéllas dos mujeres.
Lahcen y Apo se entretienen cantando historias y Apo reinventa la suya, mira de reojo y el pan ya está listo, es feliz en ese instante breve mientras observa con descaro los pechos de Lahcen que se vuelve y le reprime con la mirada agresiva y cómplice a la vez. En la eternidad de la noche Lahcen se protege con el calor del pecho de Yusuf y se funden como el agua se funde con la sal en el mar del tiempo. Yusuf acaricia la cima de las montañas y desciende lentamente a través del suave estómago de Lahcen que descarga un leve gemido cuando su sexo roza los dedos de Yusuf. Y éstos se agitan sinuosos y acompasados entre las piernas de la mujer que abre los muslos para recibirle, él acepta la invitación y entra sin llamar en el vientre de ella. Y comienza el baile de las bestias al ritmo que les marca el propio deseo, el sudor es el río que recorre las manos de Lahcen, y va a morir en el mar de sudor que es la espalda de Yusuf. Se vierten el uno en el otro, se derraman y la danza concluye en un movimiento decadente y final. Yusuf se inclina y se clava en los ojos de Lahcen. El pan ya está listo. Y Apo descansa en el lado opuesto de la kasbah ajena al rugir de la carne y es feliz en ese instante breve mientras sueña con descaro que el mañana llegará, como cada día, con el primer rayo de luz que entre por la ventana.
Wahid, itnani, talatatun. Uno, dos y tres. M´Gouna recibe un nuevo día con cielos rojos y nubes transparentes, la aldea toma el pulso a la vida y acelera el ritmo con el transcurso de la mañana. Las mujeres se acomodan sobre las dunas y los hombres vociferan sus ofertas entretejiendo el multicolor circo en que se convierte M´Gouna sobre la inmensa planicie del desierto. Wahid, itnani, talatatun. Los niños juegan sobre el asfalto raído a quemarse los pies mientras aporrean las chapas de los refrescos contra el suelo, un salto tras otro, y vuelta a empezar, lanza la chapa y rebota. Uno, dos y tres. Una mujer grita algo y un niño corre despavorido entre el gentío que abarrota la calle principal de M´Gouna. A la puerta de la kasbah se reúnen los hombres para beber té de menta mientras el grupo de niños de pies ardientes que antes jugaba con las chapas, ahora se arremolina sobre otro grupo de hombres que golpean darbukas y lanzan cánticos al dios del trueque y el pillaje. Wahid, itnani, talatatun. Los niños bailan y gritan histéricos, Apo menea su cuerpo delgado, retuerce sus manos y le hace un guiño a la vida. Uno, dos y tres. Las chapas rebotan igual que rebotan los pies de los niños. Wahid, golpe de djembé. Itnani, golpe de chapa. Tres, golpean los pies de Apo el suelo quemándolos al compás de la música.
Talatatun, al compás de la música vende Yusuf sus panecillos haciendo castillos de harina en el aire cálido de M´Gouna, decidiendo en un súbito abandono que cambia su vida por la cara opuesta de unas calles que no conoce. Itnani, de este modo entreteje la celeridad de ese instante en que se aleja del adobe marchito de la kasbah, para traer a sus vidas un soplo de oportunidades que nunca tuvieron. Wahid, y entrega sus manos al feroz entramado que forman las promesas que un día se hizo y que ahora ya (sabe) no podrá cumplir. Tres, adiós a la tormenta de arena, y se la bebe en una súbita bocanada, contraste de cristales por los que atraviesa la luz de la luna, contraste de metales que cubren la alfombra raída por los que corretea un alud de recuerdos. Dos, camina como otros caminaron a través de la desesperación, en una máquina del tiempo que le lleva desde M´Gouna a ningún lado. Uno, pasado y futuro, tan lejos uno del otro como la línea que atraviesa la tierra del delgado hilo que ata a los hombres a su destino.
Yusuf triste, Yusuf en blanco y negro. Se refleja en la sombra que proyecta la lejanía en el interior de la kasbah, y un rayo que ahora se ha colado, choca desesperadamente contra los pies que se visten de arena y estalla un terremoto de lágrimas e incertidumbres contra la pared de la vida. Yusuf en blanco y negro, saboreando el adiós a la menta que Lahcen prepara en la madrugada, mientras Apo remienda con sus manos las manos del padre y dispone en el horno el fuego con que calienta el temor a la despedida.