21.10.08

Yo te conozco.



Yo te conozco mi vida, mi prosa. Entre otoñales rastrojos de dulzura. Me entrego a ti, te conozco. Por donde anida la cordura jamás he intentando pasar de largo, y a pesar de todo, sigo perdiendo el tren en las estaciones. De paso, viajo hacia ti, porque yo te conozco más que nadie. Te espío en las sombras de estas aulas de témpera, donde enfrascados se estremecen los remolinos de mi pasión sincera. Férreas estructuras me recompensan a tu paso, porque te conozco y te envidio. Quisiera ser tú, mostrarme en tu camisa con los pechos erguidos y descompasados, meciéndome en ti, quisiera ser tú y otorgarte la premura inquieta de una flor marchita en este día marchito. Madrid es tan grande y yo… yo te conozco. Porque salgo a pasear cada noche con la insolente esperanza de deslizarme por las alcantarillas como un vertido sólido y repugnante. Aparecer así: ¡Zas! En tu vida, mi prosa, mi amor, mi incomprensible muchacha de piedra. Vetusta y macilenta en sus desvaríos. ¡Cómo me observas cuando callo exasperado, ahogando las lágrimas en un sollozo pueril!. Asómate a mi desapego. Mi ninfa, otórgame a Aix, nodriza sin reproches. Sí… amamantarme sin concesiones y colmar el cuerno desposeído de frutas y flores sin néctar, Amaltea. Súbeme a las estrellas en tu unicornio primogénito pues yo te conozco, tan callada… Pergamino enredado en mis ojos que alimenta mis fantasías de niño. Te conozco en los días, te observo, te temo. Pues tus miradas son venganza que me despoja del aplomo y me arroja contra las paredes de esta habitación ensombrecida. Disfrazarme… ¡Sí, de loco, de bufón en la noche! ¿Mi testigo la luna opalina? ¿Cubrirme quizás el rostro? Sin detenerme escalaré el muro y te susurraré palabras desquiciadas sin remordimiento. Madrid es tan grande… París, tan lejana… Roma incomprensible, encaramarme sin descanso, tal vez, a los arcos floridos de la Vía del Pellegrino, despojarme de sus ventanas y escalinatas, amor mío. Por ver en tu rostro asomarse una leve sonrisa, que no se aneguen mis párpados con la sal que derraman. Cenar en Via Luigia, recomponernos en una morada siniestra, recompensarnos. Estremecernos y naufragar en el Tíber. Viernes me llamarás, mi amor, mi verso. Delirio enmascarado por nenúfares insólitos, destartalados. Polilla estremecida si me quemo en tus labios púrpura, como la fachada de los incomprensibles cuadros de la ciudad medieval de Gubbio. Mi poetisa adorada. Espuelas de mi costado que desgarran, me asestas tres puñaladas y muero en tus brazos, ¡Salomé! Me desangro ignoto en el bamboleo de tus entrañas. Relamiéndome las pezuñas desconozco cuál es el sentido de tus miradas ciclotímicas. Quisiera ser tú, mi princesa de sangre, asimilar tu cuerpo y tu vértebra augusta, desposeerme, amordazarme. Entrar en tus piernas en silencio, dar un portazo final para despertar de esta duermevela feroz. Quisiera ser tú y no puedo. No puedo esforzarme en balde y dejar el encantamiento sagrado al delirio del vendaval. No puedo observar como las chimeneas eyaculan el humo fecundo de mi tristeza sin inventar pérfidas excusas que se vuelvan contra mí, Roxana. Diva incombustible y mordaz, tan inteligente y tan insensata en tu desprecio. Quisiera ser tú, pues yo te conozco como nadie en la vida te ha conocido, te observo y te asimilo. Yo te conozco y te adoro, mansa e impertérrita, imperturbable en los siglos, niña esculpida en el bronce podrido de mis días. Balsámicas son las horas en que llego a fenecer atenazado por el silbido de las gaviotas que andan buscando su orilla en esta ciudad que no tiene mar. Viajar en tu nave, nodriza mía…. Espantar a las aves que intentan anidar en mi estómago entumecido. Hambre de pobre, pan fermentado en el calor de un cuarto oscuro que ahora te entrego sin condiciones. Por ver tu silueta dibujarse en las amarillentas cortinas de un hotel encarnado. Bailando para mí, meciendo el talle de tu figura asesina… Bailando para mí bajo la lluvia, sobre el barro de una huerta en la que he cultivado mi incertidumbre. Y dará sus frutos. Regarte y verte crecer, atraparte en una burbuja opaca, sin temor a represalias. Mi niña con voluntad de mujer, mi triste sonata para piano, mi romántica muerte acechándome en las escaleras del recibidor, petit madame… Yo te conozco como nadie, alquimista, en la mezcolanza de los sentidos abrumados. Pequeña dama cruel. Ser Ares en este instante, Afrodita, enraizarme en la tierra de leche donde tienen cabida nuestros imprudentes adulterios que serán castigados sin remisión. Echar abajo los muros que separan la muchacha de la hembra, echarlos abajo y retozar en sus ruinas, hacerme presa de los escombros. Mármol indiferente que hiela mi sangre derramada por las alcantarillas como un vertido líquido y reverberante. Aparecer así: ¡Zas! En tu silla de madera destartalada, mi extranjera pérfida, desaliento de los antiguos dioses, mi incomprensible mujer, mi Eneida... Vetusta y macilenta en tus desvaríos, ¡Cómo me observas cuando callo exasperado, ahogando las lágrimas en un sollozo pueril! Quisiera ser tú, pues yo te conozco, te he conocido siempre, como nadie en la vida lo ha hecho.