24.10.05

Océano Mar

Arena hasta donde alcanza la vista, entre las últimas colinas y el mar -el mar-, en el aire frío de una tarde casi terminada y bendecida por el viento que siempre sopla desde el norte. La playa. Y el mar. Podría ser la perfección -imagen para ojos divinos- mundo que ocurre y nada más, el mudo existir de agua y tierra, obra concluida y exacta, verdad -verdad- pero una vez más es la salvífica piedrecilla del hombre la que traba el mecanismo de aquel paraíso, una pequeñez que basta por sí sola para detener todo el gran aparato de inexorable verdad, una cosa de nada, pero clavada en la arena, imperceptible rasgadura en la superficie de ese santo icono, minúscula excepción que se ha posado sobre la perfección de la playa inmensa. Al mirarlo de lejos no sería más que un punto negro: en la nada, la nada de un hombre y un caballete de pintor. El caballete está anclado con sutiles cuerdas a cuatro piedras en la arena. Oscila imperceptiblemente con el viento que siempre sopla desde el norte. El hombre lleva altas botas y una amplia chamarra de pescador. Está de pie frente al mar, manipulando un pincel delgado. Sobre el caballete, un lienzo. Es como un centinela -esto hay que entenderlo- de pie para defender esa porción de mundo de la invasión silenciosa de la perfección, pequeña grieta que resquebraja aquella espectacular escenografía del ser. Ya que siempre es así, es suficiente la fugaz aparición de un hombre para herir el descanso de lo que en un instante podría tornarse verdad y en cambio vuelve de inmediato a ser espera y pregunta, por el simple e infinito poder de ser hombre que es tronera y rendija, puerta pequeña por la que regresan ríos de historias y el enorme repertorio de lo que podría ser, desgarro infinito, asombrosa herida, sendero de miles de pasos donde ya nada podrá ser cierto sino que todo será -así como son los pasos de aquella mujer que, envuelta en una capa morada y con la cabeza cubierta, recorre lentamente la playa, bordeando la resaca del mar, y surca de derecha a izquierda la ya perdida perfección del gran cuadro, consumiendo la distancia que la separa del hombre y de su caballete hasta llegar a pocos pasos de él, y luego al lado de él, donde es natural detenerse -y, en silencio, observar. El hombre ni siquiera vuelve la cara. Sigue mirando fijamente el mar. Silencio. De vez en cuando moja el pincel en una taza de cobre y traza sobre el lienzo unas líneas leves. Las cerdas del pincel dejan tras de sí la sombra de una sutilísima oscuridad que el viento seca en seguida devolviendo a la superficie su blancura inicial. Agua. En la taza de cobre sólo hay agua. Y sobre el lienzo, nada. Nada que se pueda ver. Sopla, como siempre, el viento del norte y la mujer se encoge en su capa morada. -Plasson, hace días y días que usted trabaja aqui. ¿Para qué lleva por todos lados todos esos colores si no tiene el valor de usarlos?. Esto parece despertarlo. Esto lo ha impresionado. Se vuelve para observar el rostro de la mujer. Y cuando habla no es para responder. -Le ruego, no se mueva- dice. Luego acerca el pincel al rostro de la mujer, duda un instante, lo pone sobre sus labios y lentamente lo hace deslizar de una comisura a la otra. Las cerdas del pincel se tiñen de rojo carmesí. Él las mira, las moja apenas en el agua, y levanta otra vez la mirada hacia el mar. En los labios de la mujer queda la sombra de un sabor que la obliga a pensar "agua de mar, este hombre pinta el mar con el mar". Y es un pensamiento que estremece.
Océano Mar (A. Baricco)

19.10.05

Haro

Las páginas de El País desnudas, solitarias. Mis dedos -visto y oido- distantes, huérfanos.
La moral del mundo desvalida, por tierra... y ahora, ¿cómo le tocamos los cojones a lo injusto y a lo necio? Descanse en Paz, en su cielo sin Dios, sin patria, sin frontera, señor Haro Tecglen.

18.10.05

El telón de acero

Aprendo más palabras de las que debo: Las clases de dicción son para los listos. Leo en un cajón recién abierto las luces que no encuentro en los pasillos. Lavar la ropa sucia es de cobardes, es el atajo de la vida en un minuto.
Aprovecho la barra de los bares, las cosas que perdimos en las calles exhaustas, y atravieso el telón de acero, sobre el aguacero que cae en el asfalto, dibujando la posibilidad que existe de que algún día sean nuestros: El tiempo robado a los relojes de arena, las piedras mojadas, las aceras, los pájaros en la cabeza, desconfiar de las ideas, la lívida presencia de tus labios, el zumo que bebo de tus manos agrias, trepar al cielo por tus escaleras, romper en el infierno las cadenas forjadas en la fragua con Vulcano.
Las camas sin colchón son un alambre ínfimo y testarudo, tanteo con las manos tu cintura, como un equilibrista, suelto el lastre para romper el borde, las costuras del hábito que llevo siempre a cuestas, el que para los sentidos es la noche. En realidad es sólo ruido de coches y de antenas. Olvido así los prejuicios y los reproches. Olvido así los prejuicios. Así, los reproches.