29.12.05

AGUA Y BRISA (I)


Agua y brisa. Marea. Saliva arrasada, muere en la arena. Frío, tiembla y frío. Las olas regresan y marchan hacia la tierra, vuelven al cielo y se retuercen en ellas mismas. Vive a través del salitre que usa de manta en este día apacible y fugaz. Despierta y ven. Arriba, camina. Despierta y ven. Despierta…

La arena ha quedado pegada en la mejilla temblorosa de Yusuf, como un calvario añadido al frío de las manos rasgadas y adormecidas, señuelo de la nostalgia. El agua roza los dedos formando un barro hermético y discontinuo en las sinuosas líneas de la palma encallada. Los labios amoratados cobijan diminutos granos de playa, amoldados a cada grieta como jirones de aquella playa en la que pronto serán marea baja. Yusuf frunce el ceño y regresa a la vida en un instante, desabrocha el ojo y en su celosía deja entrar la luz a través de los párpados, como el que deja entrar la vida a ráfagas y en pequeños intervalos. Mientras se acomoda y precipita a esta nueva realidad que es el día incontenible, aleja el rostro del brazo sobre el que se dejaba mecer y se inclina alzando levemente la barbilla.
Un ligero golpe de brisa le alivia y le abrasa a partes iguales como ascuas de carbón encendidas sobre la piel gruesa. El frío es insoportable, feroz y, a pesar de ello, el sol devora su frente incombustible. La sal se ha detenido a jugar con los dedos de sus pies, él observa y no lo impide, e inmediatamente después de intentar incorporarse cae irremisiblemente sobre el abismo de su propia debilidad. La costa se asoma como un lugar excesivo, con voluntad de infinito, salvaje para su condición de ser mortal y ajeno a los anhelos del destino fútil de los hombres. Trata de pensar qué lugar es aquél en el que las fuerzas le dieron de lado y en el que la memoria se ha esfumado en fugaz parpadeo, tal vez para encontrar lo que un día perdió junto con tantas cosas.
La aldea no debe quedar lejos de allí, piensa, sin duda se desorientó al caer la tarde y decidió quedarse a dormir en la playa, al abrigo de aquéllas montañas que no recuerda haber visto hasta entonces. Aunque la sensación de no recordar nada le hace sentir extraño, Yusuf no es hombre que albergue temores fácilmente. El miedo, se repite a sí mismo, una vez dentro del cuerpo que posee es peligroso para él mismo, para el propio miedo, y sólo él se alimenta y crece a medida que se hace más fuerte. Por esta razón, Yusuf no le da un milímetro de ventaja. Una vez fuera, el miedo es sólo un propio reflejo del miedo, sin poder para adueñarse de la conciencia de las personas.
Yusuf se levanta, por fin, apoyando sus manos sobre la arena blanca - la más blanca que jamás ha visto -. Definitivamente está perdido, cobijado en la ciclotimia, y no titubea un instante antes de ponerse en marcha, pues el frío va remitiendo, pero el sol cada vez se alza más y amenaza con sus rayos traviesos proyectarse en el sólido cuerpo del hombre. Yusuf suspira y la primera bocanada de aire que roza su boca atraviesa el paladar como un cuchillo afilado que intenta apurar lo que ya está apurado, y su lengua es tan sólo un trapo que quedó demasiado tiempo tendido y se secó, olvidado. La sed que fue necesidad ahora es imperativo. Yusuf atraviesa torpemente la estrecha línea de arena – la estrecha línea que separa la vida y la muerte - e inclinando el cuerpo alcanza las rocas oteando levemente la distancia inmediata, sacudiéndose la arena de las pestañas regresa a la nitidez y da gracias al mundo por acunar, bajo un pequeño saliente de la montaña, un escaso hilo de agua que se desmorona sobre la superficie formando un insignificante charco en la inmensa necesidad de Yusuf que consigue, a duras penas, atravesar la barrera que separa el sufrimiento del infinito alivio que provoca aquél manantial diminuto. Se bebe su angustia a tragos, la roca a borbotones le ofrece la calma, la angustiada lengua pide más, la piedra altruista no retiene para sí su dulce jugo de la vida, ese zumo de la felicidad para el que Yusuf ha abierto la garganta de par en par dando la bienvenida a cuanto pueda proporcionar albergue en sí mismo. Una vez la sed ha sido mitigada, Yusuf duda un instante y vuelve a caer irremediablemente sobre el abismo de la debilidad.

19.12.05

"M" DE MARTES

Mi padre libraba los Martes, y así decía la M mayúscula que lucía el viejo Seat 131 negro en ambos costados. El Martes era día de libranza, día de meriendas anticipadas a la salida del colegio, de rebanada de pan con Nocilla. Me pregunto por qué razón la Nocilla de entonces no es la misma cosa que la Nocilla de ahora. Tampoco el chocolate, los bollos o las natillas, que cambiaron sabores; otros desaparecieron, como los yogures Chamburcy (Genialidad del maestro Calderón). Siempre los martes, excusa para acampar por los rincones del Madrid gris de siempre, el de las paredes empapeladas con motivos transición democrática. El Madrid de Tío Pepe en postales de recuerdo. Y yo decía, ¡Qué ilustre hombre mi padre, que en aquel edificio tan alto del centro han plantado su nombre!, grande mi padre y grande el rótulo, ¡Para que todo el mundo lo vea!. Y así pasaron los años de una infancia espectacularmente anegada de sollozos (Siempre fui un gran llorica) y risotadas, es decir, con más glorias que penas. Entre farolillos de colores y carteles raídos por las lluvias de Diciembre me desenvolvía como pez en el agua, un pez con botas de goma nadando en los charcos de las aceras. Y al llegar estas fechas comenzaban a eyacular los tubos de escape de los coches el humo gris fecundo que siempre hizo buenas migas con la espesa niebla de mi Madrid (Que no es la de Londres, pero es la mía). Pasajes de niñez que transcurren entre la Calle del Arenal y la Plaza de Oriente, entre el Barrio de Carabanchel y el de Sésamo, que estaba tan sólo dos manzanas y una pera más abajo. De esta forma me asomo a estas fechas, como hacía mi madre al kiosco para pedir el Mortadelo y Filemón, que fue mi referencia cultural y literaria por los siglos de los siglos, para recordar con tremendo cariño el olor de los caramelos de eucalipto en el cajón de mi abuelo, el cariño hecho mujer cuando zurcía mi nombre en un babi de cuadros azules, a María subiendo las bolsas con los regalos, la copa de coñac y el humo del puro en una tarde de sábado frente a “Llon Baine” y Adamo en el tocadiscos.“Yo también odio las Navidades”. Hoy me dedico a morderme la lengua si oigo una frase de moda, tan invento de El Corte Inglés como el propio Cortilandia, la antipublicidad, que esta gente del “Marketing” sabe lo que hace. Y no me importa reconocer que adoro el final de otro año, que adoro las bombillas y el espumillón. Adoro brindar con El Gaitero por nosotros. Porque irremediablemente, al llegar estas fechas, mi memoria toma la línea 5 en sentido opuesto, desde Carabanchel a la infancia, y me veo arremolinado a la salida de un colegio de monjas, esperando que se abra la puerta, para agarrarme a la mano cálida de mi madre y subirme a la parte trasera de aquél taxi negro que libraba en martes.

15.12.05

Demostración de la existencia de Dios

[...]Bueno, ¿qué pasa, es que no te intereso? Joder, ni que mi alma fuera de segunda mano, no te jode... Se supone que en el cielo estáis deseando hacer una fiesta conmigo, ¿o no? Si no lo haces por mí, hazlo por mi viejo, o por Mon, que la acabo de oír chillar, o sea, que está sufriendo ella sola, en su cuarto, en plan soy-una-mártir-estupenda-que-te-cagas... Es que eres la leche, tío, no se pueden hacer tratos contigo. Nada, que a mí me ha tocado lo de Caín, el humo que no sube y todo el rollo ese, y eso que yo no he matado a mi hermano, que a mi hermano lo has matado tú, hijoputa... Así de claro, ¿quién si no? Todavía me acuerdo, al principio, cuando yo no tenía ni idea de que existiera esa palabra, leucemia, joder, si parece el nombre de una planta de interior... Leucemia. Cuando mamá me lo dijo, me quedé tan fresco, ¿y qué?, pregunté, y entonces ella me aclaró, es un cáncer... Un cáncer, con dieciséis años, o sea, imposible, dije, pero ella me dijo que sí con la cabeza, moviéndola muy despacio, y se echó a llorar, y entonces... ¡buah![...]
Estaciones de Paso - Almudena Grandes, 2005